Cada vez que WhatsApp anuncia una novedad aparece el mismo fantasma. Una cadena viral que corre de grupo en grupo anunciando el fin de la privacidad. Esta vez el mensaje advierte que la inteligencia artificial ya puede leer todas nuestras conversaciones, ver números de teléfono y hasta sacar información privada del móvil si no activamos la opción de “Privacidad avanzada del chat”. Y, cómo no, termina con la orden de reenviarlo a todos.
Al leer la cadena tuve claro que sonaba exagerada. No era la primera vez que se anunciaba el fin de la privacidad en WhatsApp y seguramente no será la última. La diferencia es que ahora el miedo se centra en la inteligencia artificial. La realidad es bastante menos dramática. Los chats siguen protegidos con cifrado de extremo a extremo y nadie, ni siquiera Meta, puede leerlos. La IA solo aparece cuando la invocamos de forma consciente.
La supuesta función salvadora tampoco es lo que dice la cadena. “Privacidad avanzada del chat” no bloquea a la IA porque no hay nada que bloquear. Es simplemente una capa extra de seguridad que impide exportar conversaciones, descargar archivos sin permiso o usar el contenido de un grupo con funciones de IA sin que lo autoricemos. Útil, sí, pero no por los motivos que circulan en esos mensajes alarmistas.
En pocas palabras, la IA de WhatsApp no entra sola en nuestras conversaciones. Actúa solo cuando nosotros decidimos hablar con ella. Y las funciones nuevas, como los resúmenes automáticos de mensajes, son opcionales y se procesan de manera privada.
El verdadero problema no está en la inteligencia artificial sino en cómo circula la información sobre ella. La desinformación viaja más rápido que cualquier avance tecnológico y encuentra terreno fértil en el miedo y la falta de contexto. Entiendo la inquietud que despierta la IA, sobre todo porque todavía es una novedad para la mayoría y se percibe como algo opaco. Sin embargo, reenviar cadenas sin verificar lo único que consigue es alimentar la paranoia colectiva y reforzar la idea de que estamos constantemente vigilados. Esa dinámica convierte a los usuarios en cómplices involuntarios de la confusión. En lugar de ayudarnos a protegernos, nos empuja a desconfiar todavía más, aunque no haya motivos reales.
Aquí es donde entra nuestra responsabilidad como usuarios. No podemos delegar toda la carga en WhatsApp o en Meta, por mucho que tengan la obligación de ser claros y transparentes. También nos toca a nosotros aprender a distinguir entre una alerta legítima y un simple rumor viral. Verificar antes de reenviar debería ser un gesto básico, igual que lo es mirar dos veces un enlace antes de hacer clic. No se trata de convertirnos en expertos en ciberseguridad, sino de asumir que cada reenvío tiene un impacto real en la confianza de quienes lo reciben.
WhatsApp tiene que ser más claro con sus usuarios, pero también nosotros debemos aprender a frenar antes de compartir cualquier cosa. La seguridad no empieza en un ajuste escondido en la aplicación. Empieza en nuestra manera de informarnos.
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