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En un acto en Atenas centrado en el impacto de la inteligencia artificial, Demis Hassabis, director de DeepMind y Nobel de Química, subrayó que la habilidad más relevante para el futuro será aprender a aprender. No habló de avances técnicos ni de cifras, sino de la capacidad de adaptación como eje del desarrollo humano en la era digital.

Saber cómo saber: la habilidad más escurridiza

Lo que Hassabis defendió no es nuevo, pero en su boca adquiere un tono de urgencia. Aprender a aprender no es una frase vacía, sino una competencia concreta. Saber cómo organizar el conocimiento, cómo adaptarse a lo desconocido, cómo mantener la curiosidad operativa en contextos cambiantes. Es la habilidad de fondo que permite que todas las demás se adquieran, cambien o evolucionen.

En esencia, es el paso siguiente al saber enciclopédico. En el siglo XIX, el prestigio venía de saber mucho. En el XX, de saber aplicarlo. En el XXI, podría depender de cómo se gestiona el aprendizaje continuo. Como un músico que no memoriza partituras sino que afina el oído para tocar cualquier melodía.

La promesa inquietante de la inteligencia general

En ese mismo acto en Atenas, Hassabis volvió a poner fecha a una vieja predicción: la inteligencia artificial general (AGI), capaz de razonar y resolver problemas como un humano, podría llegar en menos de diez años. No era una conjetura. En 2020, su equipo de DeepMind resolvió el problema del plegamiento de proteínas, una cuestión científica que llevaba décadas sin respuesta.

Pero lo que se avecina no es una máquina que contesta, sino un sistema que aprende. Un agente artificial capaz de transferir conocimientos de un campo a otro, de improvisar, de analizar sin instrucciones detalladas. Y si eso ocurre, la pregunta no será solo qué podrá hacer la máquina, sino cómo se reconfigura el papel del humano en ese ecosistema.

Un aula como ejemplo: la que cambia de tema cada semana

En algunas escuelas experimentales de Países Bajos, los estudiantes no siguen asignaturas fijas. Cada semana, eligen un proyecto nuevo: construir un dron, analizar un conflicto histórico, diseñar un videojuego. Aprenden a buscar fuentes, a identificar qué no saben, a gestionar la frustración. No aprenden a memorizar, sino a navegar lo desconocido. Esa forma de enseñanza es una traducción práctica de lo que Hassabis plantea como necesidad global.

Pero en la mayoría de los sistemas educativos, ese tipo de práctica es aún marginal. Las pruebas estandarizadas y los temarios cerrados siguen dominando. Y mientras tanto, la curva de cambio tecnológico sigue empinándose.

La advertencia política: repartir o romper

El discurso no fue solo científico. En el mismo acto, el primer ministro griego, Kyriakos Mitsotakis, introdujo una preocupación distinta. Dijo que si los beneficios de la inteligencia artificial no llegan a todos, si no se percibe una mejora general en la calidad de vida, habrá rechazo social. No lo decía como amenaza, sino como diagnóstico. Porque la brecha no será solo entre los que tienen o no acceso a la tecnología, sino entre quienes saben adaptarse y quienes quedan congelados en un modelo que ya no funciona.

Una habilidad tan antigua como los libros, tan nueva como los modelos

La paradoja es que aprender a aprender no es una novedad. Sócrates ya planteaba que el saber debía partir de la pregunta, no de la respuesta. Los maestros zen enseñan con paradojas que obligan a pensar fuera del marco. Pero en la era de la inteligencia artificial, esa habilidad pasa de ser un ideal filosófico a una urgencia laboral, educativa y política.

En el Odeón, mientras el sol bajaba entre columnas, Hassabis no ofrecía recetas. Solo señaló la dirección. En ese gesto —el de mirar hacia delante desde el lugar donde nacieron tantas preguntas— hay una imagen poderosa. Porque si el conocimiento vuelve a ser el centro de todo, la pregunta ya no será quién sabe más, sino quién sabrá reinventarse primero.

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