Me parece curioso que hablemos de que el internet está muerto, como si estuviera vacío, como si ya nadie lo usara y se hubiera convertido en una ciudad abandonada, silenciosa y en ruinas. Pero esa no es la realidad. Internet no está ni muerto ni vacío, al contrario, nunca había estado tan saturado de actividad. Cada día se publican millones de posts, comentarios, reseñas y “conversaciones” que hacen pensar que la red está más viva que nunca. Lo inquietante es que, cuando miramos más de cerca, descubrimos que gran parte de todo eso ya no viene de personas reales. Muchas de las cuentas con las que creemos interactuar están automatizadas, los likes que recibimos no siempre provienen de alguien que nos leyó y los mensajes que circulan en masa suelen estar fabricados por programas que imitan voces humanas. Interactuamos, sí, pero la mayoría de las veces no con otros usuarios de carne y hueso, sino con bots que se multiplican sin cesar. Y ahí surge la verdadera paradoja: internet da la impresión de estar lleno de vida, pero está “muerto” porque lo humano quedó en minoría, enterrado bajo la producción artificial que lo invade todo.
Seguimos creyendo que hablamos entre nosotros, que lo que vemos en nuestras pantallas son huellas de otras personas compartiendo pensamientos, emociones o experiencias. Sin embargo, cada vez más de esas interacciones son simples simulacros. Un comentario genérico en Instagram, un retuit que impulsa un tema hasta hacerlo tendencia… detrás no hay necesariamente alguien que haya vivido o sentido eso, sino una programación diseñada para inflar la actividad. Y esto es lo más inquietante, no es que los humanos hayamos abandonado internet, sino que ellos, los bots, se han multiplicado a una velocidad tan descomunal que han terminado ocupando el espacio hasta convertirse en la mayoría. De hecho, informes como el de Imperva señalan que casi la mitad del tráfico web actual es automatizado. No es una exageración, las máquinas ya son protagonistas del flujo digital.
Lo inquietante es que los bots no están solo como ruido de fondo. También deciden lo que vemos y lo que parece importante. Muchas veces son ellos los que marcan qué aparece primero en nuestras aplicaciones y qué acaba pareciendo popular. En Twitter, por ejemplo, The Atlantic contaba cómo había docenas de cuentas que publicaban frases casi idénticas con fotos de perfil muy parecidas, un ejército de clones que daba la ilusión de ser una tendencia real. Algo así puede hacer pensar que una idea, un producto o un movimiento tienen un apoyo enorme, cuando en realidad todo proviene de un sistema automático. Lo que creemos que viene de miles de personas distintas puede ser solo el eco de unos pocos algoritmos repitiéndose una y otra vez. Así, los bots no solo nos rodean, también nos guían sin que nos demos cuenta.
Pero quizá lo más extraño es que ya ni siquiera nos necesitan. Cuando los bots son mayoría, pueden interactuar entre ellos, generar contenido para otros bots, construir un universo paralelo que funciona independientemente de nuestra presencia. Imaginemos miles de cuentas automáticas produciendo publicaciones que a su vez son comentadas, replicadas y “valoradas” por otros programas. Es un teatro donde los actores no existen y las escenas se sostienen solas, una función que se representa sin espectadores humanos, aunque nosotros todavía nos asomemos desde las butacas convencidos de que todo gira en torno a nosotros. En realidad, apenas somos visitantes en un escenario que ya no nos pertenece.
Las consecuencias son claras y peligrosas. La autenticidad se diluye poco a poco, hasta desaparecer bajo el peso de lo artificial. Cada vez es más difícil saber qué es verdadero, qué es espontáneo y qué es manipulado. Entre tantos mensajes repetitivos, campañas automatizadas y noticias falsas generadas en masa, la voz humana se pierde. El ruido lo cubre todo. Internet, que alguna vez fue un espacio de conocimiento y encuentro, corre el riesgo de convertirse en un terreno donde la desinformación reina y donde las personas, paradójicamente, dejan de ser protagonistas. Y aunque algunos críticos señalan que la “teoría del internet muerto” tiene un tono conspirativo, lo cierto es que muchos usuarios comparten la misma sensación: quizá no sea literalmente cierta, pero se siente verdad.
Y entonces queda la gran pregunta. Si internet ya no es un lugar hecho por y para humanos, ¿qué nos queda? ¿Seguiremos aceptando este simulacro de interacción, esta ilusión de que estamos hablando con otros cuando en realidad respondemos a programas? ¿O intentaremos rescatar un espacio donde lo humano vuelva a importar, aunque sepamos que ya somos minoría? Quizá internet no esté muerto en el sentido literal, pero sí está habitado por fantasmas digitales que poco a poco nos empujan hacia la periferia. La duda es si todavía tenemos fuerza para recuperar el centro o si, sin darnos cuenta, ya lo hemos perdido para siempre.
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