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OpenAI y Jony Ive ensayan un artefacto que quiere hablar sin parecer humano. Un dispositivo sin pantalla, con micrófonos, cámaras y dudas. En algún punto entre la promesa del diseño y el vértigo del algoritmo, la idea tropieza con su propia pregunta: ¿cómo suena una inteligencia que escucha todo el tiempo?

Un objeto que quiere ser compañía

El plan, todavía en sombras, tiene algo de experimento y algo de deseo. Sam Altman imagina un asistente que respire cerca del usuario, sin pantallas ni botones. Ive, fiel a su obsesión por lo esencial, busca una forma que desaparezca. Un dispositivo del tamaño de una mano, que se posa en una mesa o viaja en el bolsillo, siempre encendido, siempre atento. Lo llaman “el amigo que es un ordenador, no tu rara novia de IA”. La frase, citada por el Financial Times, resume el dilema de esta generación de máquinas conversadoras, construir cercanía sin simular afecto. Diseñar una presencia que acompañe, pero no pretenda querer.

La voz que no encuentra su tono

Según The Verge, la parte más difícil no es el hardware, sino la voz. OpenAI busca una entonación que inspire confianza sin resultar empalagosa, que suene humana sin intentar serlo. Una voz que sepa cuándo hablar y cuándo callar. Entre ambas cosas, un silencio que también habrá que programar. El asistente no espera una palabra clave como “Hey Siri”. Escucha siempre, con la intención de anticipar gestos o emociones. Una presencia “ambiental”, dicen los ingenieros. Pero lo ambiental, cuando respira tan cerca, puede volverse íntimo. Y la intimidad, cuando viene de un algoritmo, inquieta.

La carga invisible del cómputo

La elegancia del diseño choca con los límites del cálculo. OpenAI necesita una infraestructura que hoy apenas puede sostener. “Amazon tiene los servidores para Alexa; Google, para Home. OpenAI aún lucha por mantener ChatGPT estable”, señala una fuente citada por el FT. En otras palabras, la idea pesa más de lo que su carcasa permite. El reto técnico —miniaturizar sensores, mantener energía, procesar datos en tiempo real— es inseparable del dilema estético. Ive busca la pureza de las formas, pero cada componente visible recuerda que la inteligencia artificial, por ahora, no flota, necesita cables, calor y memoria.

Escuchar sin espiar

Un dispositivo que escucha siempre es también un dispositivo que recuerda. OpenAI promete un equilibrio entre “accesible” y “no intrusivo”, pero nadie ha explicado todavía cómo olvidar lo que se oye. En esa zona gris —entre utilidad y vigilancia— se libra la batalla de confianza. El experimento se distancia de intentos recientes como Humane o Rabbit, que prometieron una IA cotidiana y terminaron hundidos por la incomodidad de su proximidad. Ive insiste en que el suyo no observará, sino que “nos hará felices”. Aunque, como toda promesa tecnológica, la frase suena más a intención que a certeza.

El tiempo del silencio

El lanzamiento, previsto para 2026, se aplaza hacia 2027. El calendario importa menos que la búsqueda. OpenAI e Ive trabajan en algo más que un dispositivo, un tono, un modo de estar. Una inteligencia que no se muestra en pantalla, sino en voz.

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