¿Y si la influencer que admiras no existe? ¿Y si la persona que sigues cada día, que comparte consejos sobre amor propio, rutinas de belleza y fotos de viajes perfectos, no es real?
No es una hipótesis. Es una realidad cada vez más presente. Las influencers generadas por inteligencia artificial no solo existen, sino que acumulan millones de seguidores, cierran contratos con marcas conocidas y publican contenido que podría confundirse fácilmente con el de cualquier persona real.
Cuando empecé a investigar sobre este tema, lo hice con una idea en mente: ¿cómo es posible que alguien pueda influenciar a millones sin existir? Lo que me desconcertó no fue solo descubrir el alcance de estas cuentas, sino encontrar a personas que conozco siguiéndolas, interactuando con ellas, como si fueran reales. Ese fue el momento en que entendí que el problema era mucho más profundo de lo que pensaba.
Y entonces vi el caso de Mia Zelu, una influencer virtual que “asistió” a Wimbledon 2025. Publicó fotos perfectas, con captions emotivos como “Still not over the event…”, y llegó a acumular casi 200.000 seguidores que creían que realmente había estado allí, sentada en primera fila, copa de Pimm’s incluida, cuando, en realidad, nunca pisó el All England Club. Sus creadores ni siquiera se muestran públicamente; en su biografía apenas se menciona que es una “influencer-AI”, pero para cuando uno lo lee, la ilusión ya ha hecho su efecto.
La cuestión no es solo tecnológica, es emocional. Las emociones que proyectan estas influencers no son propias: son respuestas programadas, diseñadas para generar empatía, likes y confianza.
Y sin embargo, funcionan. Funcionan porque están diseñadas para eso. Para parecer reales, para tocarnos donde más vulnerables somos. Y nos dejamos llevar. Porque, aunque sepamos (o sospechemos) que no existen, preferimos no pensarlo demasiado.
Esto me hace preguntarme: ¿estamos premiando una perfección vacía? ¿Qué impacto tiene esto en nuestra percepción de la belleza, la autenticidad, incluso de nosotras mismas? Si ya era difícil no compararse con influencers reales que muestran solo la parte más luminosa de su vida, ¿qué nos queda cuando ni siquiera son humanas?
La competencia es desleal. Las creadoras reales tienen que enfrentarse a figuras generadas para ser exactamente lo que el algoritmo premia. Y el algoritmo no premia la verdad.
No me molesta que existan. Me preocupa que no sepamos distinguirlas. Y, aún más, que a veces no queramos hacerlo.
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