En los próximos días, la ciencia alumbrará uno de los proyectos más ambiciosos de su historia. El telescopio Vera C. Rubin, equipado con la tecnología más avanzada hasta la fecha, verá en el mes de julio de 2025 su “primera luz” desde el Cerro Pachón, en el norte de Chile. Será el primer gran telescopio de la era de la Inteligencia Artificial. Aunque llamarlo telescopio quizá se quede corto: en realidad es la cámara digital más grande jamás construida. Gracias a este coloso óptico, los astrónomos podrán acceder a un gigantesco time-lapse del firmamento del hemisferio Sur que se espera que continúe durante al menos una década.
Las cifras que rodean este proyecto, financiado por la U.S. National Science Foundation y el Departamento de Energía, son, como no podía ser de otra manera, astronómicas. El sensor de la cámara —que tiene a los astrónomos literalmente salivando— alcanza los 3.200 megapíxeles. Una sola imagen tendrá la resolución equivalente a la que sumarían 50 cámaras Leica S3 al mismo tiempo. Cada jornada, el Rubin generará unos 20 terabytes de información, lo que equivale a tres años de streaming ininterrumpido en Netflix o medio siglo de música en Spotify.
Sin embargo, lo verdaderamente asombroso no es la cantidad de datos, sino el ritmo vertiginoso de sus observaciones: será capaz de detectar hasta 10 millones de eventos variables cada noche, desde explosiones de supernovas hasta asteroides acercándose a la Tierra. Pero también (y seguramente es lo más excitante) fenómenos desconocidos que todavía no han sido catalogados por los humanos.

Rubin Observatory/NSF/AURA/B. Quint
La clave: alertas en tiempo real procesadas por IA
El avance más trascendental del Rubin no está en lo que ve, sino en cómo lo procesa. En el corazón del Rubin está su sistema de alertas, basado en algoritmos de aprendizaje automático y entrenado para identificar patrones anómalos en tiempo real. Cada vez que aparezca un nuevo punto de luz en el cielo —algo que ayer no estaba ahí—, la IA generará una alerta instantánea.
Este sistema de procesamiento de eventos del Rubin, basado en una red de «brokers» o intermediarios automáticos, analizará con la mínima latencia qué está ocurriendo, filtrará lo más relevante y distribuirá la información a miles de astrónomos de todo el mundo. El sistema actuará como una red inteligente de vigilancia cósmica que nos avisa cuando pasa algo importante. Cualquier centro de investigación podrá conectarse al flujo masivo de datos del Rubin, analizar el evento e incluso “rebobinar” para observar su evolución pasada.
Uno de las grandes incógnitas que el Rubin quiere ayudar a desvelar es la naturaleza de la materia y la energía oscura, que juntas forman el 95 % de todo lo que existe. No pueden verse, pero sabemos que están ahí por los efectos que causan. El telescopio lleva precisamente el nombre de Vera Florence Cooper Rubin (1928–2016), la pionera estadounidense de la astronomía que, al estudiar la rotación de las galaxias, aportó algunas de las evidencias más convincentes sobre la existencia de esa materia invisible.
La IA lo cambia todo
El Rubin nace del proyecto LSST (Large Synoptic Survey Telescope), conceptualizado en el plano teórico a inicios de los años 2000 como una herramienta capaz de rastrear rápidamente el cielo nocturno en busca de fenómenos efímeros. Han tenido que pasar 25 años para que los avances paralelos en fotografía digital e IA permitan que esa visión se materialice.
Hasta ahora, la lógica de los telescopios ópticos consistía en hacer zoom sobre regiones del espacio elegidas previamente por los científicos. Pero el universo es tan vasto que observar puntos concretos resulta, en muchos sentidos, un esfuerzo quijotesco. Una parte fundamental —y a menudo frustrante— del trabajo astronómico consiste en decidir dónde, cuándo y qué mirar. Hoy, algunos expertos consideran que la tecnología del Rubin, impulsada por Inteligencia Artificial, podría resolver las dos primeras cuestiones de un plumazo.

Rubin Observatory/NSF/AURA/B. Quint
Una mirada que se adelanta a la humana
Lo más revolucionario del Rubin es que la “máquina” se adelanta al astrónomo al tener la capacidad de procesar un flujo de datos sin precedentes: es la IA la que señala hacia dónde y cuándo mirar, porque detecta anomalías y patrones en tiempo real. Este enfoque marca un antes y un después porque, por primera vez, un telescopio ha sido diseñado “por default” para delegar en algoritmos “inteligentes” la primera línea de observación del universo. El trabajo que no queda todavía resuelto es el «qué», pues el universo sigue escondiendo grandes misterios para la ciencia que la IA, alimentada por el conocimiento humano, es incapaz de descifrar.
Este tipo de mirada que se anticipa a la humana no solo está transformando la astronomía. También está cambiando por completo campos tan dispares como la medicina o la creatividad. En medicina, por ejemplo, los sistemas de IA son capaces de detectar signos tempranos de enfermedades como el cáncer o el Alzheimer mucho antes de que un médico humano (o el propio paciente) los perciba. El algoritmo analiza millones de imágenes médicas y detecta patrones invisibles, ofreciendo una alerta temprana que los profesionales pueden utilizar como punto de partida para el diagnóstico.
En el proceso creativo también estamos dejando que la IA abra camino. A partir de intuiciones humanas —convertidas en instrucciones o ‘prompts’—, la Inteligencia Artificial genera borradores, ideas visuales, melodías o incluso textos que luego los humanos refinamos, interpretamos o descartamos. Ya no partimos siempre de una hoja en blanco: la primera chispa puede venir de un algoritmo. Este cambio no implica renunciar a la creatividad, sino asumir que la primera mirada, la primera sugerencia, puede no ser humana. Como ocurre con el Rubin, dejamos que la máquina vea primero, y nosotros decidimos qué hacer con lo que encuentra.
El fin de la teoría, la era del patrón
En 2008, el editor de Wired, Chris Anderson, publicó un influyente artículo titulado El fin de la teoría donde defendía que, con el advenimiento del Big Data, ya no hacía falta partir de hipótesis para investigar: los datos masivos y los algoritmos serían capaces de revelar patrones por sí solos, sin necesidad de teorías e hipótesis previas. El Rubin es un hito más en esa dirección: un instrumento que recopila enormes cantidades de datos y deja que la IA señale qué vale la pena investigar.
De alguna forma, estamos dejando de ser exploradores del mundo que nos rodea para convertirnos en traductores del universo que perciben los algoritmos. No somos quienes hacemos la primera pregunta, sino quienes tratamos de dar una explicación a lo que la máquina ha detectado. El Rubin es solo un paso más en el camino hacia un cambio radical sobre cómo entendemos el mundo y construimos el conocimiento.