Vivimos en una época de aparente progreso colectivo, impulsado por las tecnologías digitales en general y la IA en particular, que transforman el entorno laboral y relacional. Nos conectan a escala global y originan nuevas formas de producir, distribuir y consumir bienes y servicios, modificando la economía, la educación, el ocio y la cultura. Por ello, hay que preguntarse si avanzamos o retrocedemos, no porque falte tecnología, datos o información, sino porque fundamentos como la libertad crítica, el valor del esfuerzo o la justicia socioeconómica se desdibujan con la misma intensidad con la que lo hace la clase media, mientras crecen las desigualdades. Necesitamos un análisis riguroso, sin caer en los espejismos de la macroeconomía o de los titulares grandilocuentes, preguntándonos: ¿hacia dónde vamos?, ¿qué estamos perdiendo?, ¿qué valores guían nuestro quehacer diario?
En este contexto, Internet, que debería ser una herramienta para empoderar, se ha convertido en un ecosistema desregulado donde dominan intereses económicos y manipulación. Los jóvenes crecen expuestos constantemente a imágenes, discursos y patrones de comportamiento que, a menudo, distorsionan la realidad. La adicción a la red ocasiona pérdida de atención e incapacidad para analizar los hechos de manera crítica, debilitando el desarrollo personal en un sistema educativo que parece no haber asumido los riesgos y oportunidades del mundo digital. Además, los algoritmos, gobernados por intereses no siempre enfocados al bien colectivo, determinan qué vemos y qué pensamos. Internet, en lugar de ser una herramienta de libertad, puede convertirse en una nueva forma de control social, sutil pero poderosa.
Una red que ha impulsado la economía digital concentra ahora las cadenas de distribución y consumo tradicionales. Las grandes plataformas digitales acumulan el valor generado por el consumo de productos y los datos de millones de personas. Este modelo no crea riqueza compartida, sino una precarización sistémica que excluye a cada vez más personas. Las economías locales sufren; la pequeña producción se ahoga ante gigantes que no tributan ni devuelven valor a los territorios donde operan. La economía digital abrió las puertas a un modelo que, si bien acorta procesos, potencia la inmediatez y deslocaliza las plusvalías, sustituye valores como el esfuerzo, la constancia o la resiliencia, impulsando lo viral y lo rápido, y reforzando la idea de que el esfuerzo deja de tener valor.
Hay que pensar qué futuro queremos para lograr un escenario de progreso compartido. La solución exige recuperar la conciencia crítica y los valores esenciales, regular el espacio digital con criterios éticos y de distribución de la riqueza, educar para la libertad y el pensamiento autónomo, volver a dignificar el esfuerzo como motor del progreso personal y colectivo, y ajustar el modelo educativo a la era digital, poniendo a las personas en el centro de las decisiones.
